lunes, 20 de junio de 2011

Tratado sobre Dios

La ausencia de prueba no es prueba de ausencia.
                                                                                            Carl Sagan

                En mis días de estudiante, me crucé con mucha gente. Uno de ellos, particularmente antirreligioso, no perdía la oportunidad de hacer proselitismo, creo que más para reafirmar sus convicciones que para esparcirlas. Cierta vez dijo, que todo en el mundo está sometido a la ley de la causa-efecto y que, por tanto, no podía existir un ser supremo como Dios que no tuviera causa. Yo le apunté que su observación estaba basada en el empirismo y como tal estaba sujeta al azar, que el hecho de que él no hubiera contemplado nunca un suceso no causal no significaba la inexistencia del mismo. Y que, en definitiva, sin contradecir su argumentación, Dios podía ser la causa de si mismo. Sin embargo, el principal error que cometen aquellos que atacan el concepto de Dios, así como aquellos que lo defienden, es que poseen una concepción de Dios que es cultural, rígida y absurda.

“– ¿Y lo es, David? ¿Dios es amor? –pregunto por fin.
 –Sí, desde luego –contestó David. Dobló el pase por la mitad–. Supongo que es... un poco de todo.”
                                                                                            Stephen King

                Todos tenemos una imagen preconcebida de Dios basada en la educación religiosa que recibimos desde muy pequeños y de la cual es difícil liberarse. En ese sentido os remito al tratado sobre la realidad que escribí hace ya un tiempo y del que pretendo que este sea continuación. Qué es Dios, debería ser la primera pregunta a responder. Identificar la idea, el concepto de Dios, es de suma importancia. Primero debemos saber de qué estamos hablando. Inmediatamente surgen en nuestra mente un montón de imágenes absurdas correspondientes a nuestra herencia cultural; Dios es un viejo con barba, Dios es una mujer con dieciseis brazos y cabeza de elefante, Dios es un coloso con cabeza de pulpo, alas de dragón y nombre impronunciable, Dios es… Descartaremos la visión politeísta por el sencillo y ya manido razonamiento de que si hubiera más de un dios, estos se limitarían entre si, por tanto no podría tener ciertos atributos divinos como la omnipotencia. Si Dios no fuera omnipotente entonces estaríamos hablando de otro concepto como un gigante o sencillamente un ser más poderoso que nosotros. Esa no es la idea de Dios sino una idea distinta, otro concepto. Sucede lo mismo con el concepto de creador, que dista mucho del de Dios pero con el que se suele confundir o fusionar. Dios no es necesariamente el creador.

“La misma debilidad de Dios procede de su omnipotencia.”
                                                                                            San Agustín

                Cuando nos liberamos de toda carga cultural, comprendemos que Dios es algo inconmensurable con infinidad de atributos infinitos que, con mayor o menor frecuencia dependiendo de la amplitud de miras que tengamos, caen en la paradoja. Esta lista de atributos más o menos acertada según quien la realice lo que pretende reflejar es que Dios es perfecto. Por tanto, y no pudiéndose concretar ningún otro aspecto de Dios con una base lógica, podemos concluir que la idea de Dios es un concepto de perfección. Y, como concepto, existe, es verdadero y real.

“La perfección no es cosa pequeña, pero está hecha de pequeñas cosas”
                                                                                            Miguel Ángel Buonarroti

                La perfección es la cualidad que indica la infalibilidad o completa idoneidad de algo. La perfección, en tanto que es idoneidad, es relativa a las circunstancias y el punto de vista. Ambas cosas son infinitas y el número de respuestas infalibles/idóneas para semejante combinatoria se aproxima a infinito al cuadrado, sin dejar de considerar que algunos pares de combinaciones pueden tener varias respuestas válidas y que algunas respuestas serán comunes a varias combinaciones. En definitiva, podemos deducir que la tendencia es a abarcar todos los aspectos del cosmos. De lo cual debemos concluir que Dios es todo. Es por tanto omnipresente.

“Dios es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, abundancia y hambre.”
                                                                                            Heráclito de Efeso

                A esta concepción filosófica de Dios y el universo se la llama panteísmo. Yo soy Dios, tú eres Dios, la mierda es Dios, todo es Dios. Diréis que en ocasiones la perfección es no ser, pero ¿acaso no es la nada parte del todo y el vacío no se halla en todos los conjuntos? El mundo es un lugar imperfecto que tiende a la perfección que es Dios y que, por esta misma razón, en cierto modo, ya posee. El cambio, la única cualidad inmutable del Cosmos, es lo que lo hace perfecto, porque en ser imperfecto y poder cambiar, se encuentra su perfección. Ya que todo es Dios y todo tiende a Dios podemos afirmar que el universo trata de descubrirse a si mismo De nuevo, un camino que nunca termina. Si como dijimos, la verdad es la perfección de las ideas, Dios no es verdad, Dios es la fuente de toda verdad. Si Dios es la perfección y está en todos nosotros, Dios no es amor, el amor es descubrir a Dios en otra persona.

"El panteísmo no implica necesariamente la creencia en lo sobrenatural, el panteísmo implica más que todo en la creencia de que el Universo es el fundamento último de la existencia, es decir, que no hay un Dios que crea al Universo, sino que Dios (como fundamento de la existencia) y el Universo son uno solo, donde no necesariamente eso implique que Dios/Universo tenga una conciencia y voluntad y que exista lo sobrenatural."
                                                                                            Carlos De Castro.

“El panteísta es un ateo disfrazado de Dios mismo.”
                                                                                            Jacques Benigne Bossuet

miércoles, 15 de junio de 2011

Reflexiones III

“La propia naturaleza ha grabado en la mente de todos la idea de Dios”
                                                                                         Cicerón

                Desde muy pequeño me inculcaron la idea de Dios. No tengo el recuerdo de haberlo necesitado nunca antes de que esto ocurriera. Para mí, en aquel entonces, Dios era lo que me decían que era. Pero la gente me decía cosas contradictorias sobre él. Aquello, por absurdo, llamó poderosamente mi atención y comencé a plantearme preguntas. En una primera fase, presa de mi infantilismo, el rencor que sentía hacia todos aquellos hipócritas que se reunían cada domingo en la iglesia y una adolescencia intelectual temprana, cargue contra Dios, con argumentos que todos hemos oído alguna vez y que tenían como conclusión que Dios no existía y, si lo hacia, era un hijo de la gran puta. No pasó mucho tiempo antes de que la idea de Dios acabase resultandome casi indiferente, vivía como si no existiese; “Olvídate de mi y yo me olvidaré de ti” solía decirme. Más tarde, tuve un nuevo acercamiento al Dios cristiano desde otros textos, casi todos de ficción, pero que ofrecían una nueva y más justa visión de Dios, sin embargo seguía encontrando en ellos muchas de las contradicciones que percibía en mi juventud. Finalmente descubrí que lo que me seducía de estos textos eran los retazos del ambiguo concepto del Dios panteísta que se percibía en ellos y que tiempo atrás había comenzado a brotar en mi mente como el único concepto lógico de Dios.

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jueves, 2 de junio de 2011

Baúl de los recuerdos I: El sentido de la vida


            Este es el primero de una serie de textos que escribí en su tiempo y cuya principal razón de ser es la provocación y la búsqueda de polémica. Obtuve en este objetivo similar éxito que en el actual blog, apenas un par de comentarios. He tenido la suerte de encontrarlo integro en internet, pues en su día fue referenciado desde otro blog. Y en su contexto y su forma original lo comparto hoy, nuevamente, con vosotros.

Sin más dilación, entro a responder a la pregunta por la que habéis pasado largas noches en vela, por la que habéis vagado sin rumbo buscando algo sin saber porqué. ¿Cual es el sentido de la vida?
La vida no tiene sentido.

No lo tiene al menos de forma inherente. Del mismo modo que no es malo o bueno inherentemente el hecho de vivir. Del mismo modo que las valoraciones sobre la vida parten del ser humano, la finalidad de la misma parte también de él. Por tanto llegamos a:
La vida no tiene más sentido del que nosotros le damos.

Osease mataos a pajas o que os revienten los cojones, follad o manteneros castos, tened hijos o matad a los de los demás. Vuestras vidas tendrán un significado pleno si creéis que es por eso por lo que hay que vivir.

viernes, 27 de mayo de 2011

Pequeños Relatos II

TSUBAME

            Era una mañana de domingo y los comerciantes habían empezado ya a montar las estructuras metálicas de sus puestos. Algunos, los más rezagados, todavía llegaban con sus furgonetas. Aquella paloma caminaba torpemente por el medio de la calle y, mientras lo hacía, miraba a un lado y a otro sin ningún objetivo concreto. Cuán ridícula puede ser una forma de vida, cuan simple su existencia. ¿Tenía prole? Si la tenía, ¿hasta qué punto era consciente de ella? ¿Qué sentimientos le podían despertar? Supongo que no tiene sentido hacerse semejantes preguntas sobre un animal así. No se puede meter toda el agua de un océano en un cubo. Es absurdo pretender que los animales sienten o se comportan como personas.

            Otra paloma descendió a su lado aleteando y se puso a andar con la misma actitud bobalicona. Los días eran cada vez más largos y el sol iluminaba la mañana pero todavía hacía bastante frío. Seguramente estarían mejor en sus nidos, aunque supongo que si vives de lo que encuentras en el suelo de la calle no puedes perder ni un minuto de tus paseos diarios. Súbitamente una furgoneta atravesó la calle a gran velocidad. Las palomas extendieron las alas para alzar el vuelo, pero solo la segunda lo consiguió. La rueda delantera atrapó el ala derecha de la primera paloma contra el suelo adoquinado, partiéndosela y deformándola en un ángulo absurdo. Esta comenzó a aletear inmediatamente, dando piruetas imposibles en el aire, convulsionada por el indescriptible dolor que, con seguridad, se volvía más intenso con cada nueva sacudida de sus alas. Sus movimientos desesperados eran la viva imagen de la angustia. La mala fortuna quiso que aquellos espasmos la desplazasen justo frente a la rueda trasera que acabó definitivamente con su sufrimiento. Allí quedó aquel animal, como una alfombra de plumas y chicle, aplastado contra el granito.

            Solo fue un segundo, un breve momento de lucha desesperada por sobrevivir y huir del dolor. ¿Quién diría que la paloma no había tenido una existencia más intensa y plena en aquel eterno instante que había precedido a su final que durante toda su vida? En ocasiones solo vivimos, existimos, como arrastrados por la corriente o movidos por la inercia del empujón que nos dieron nuestros padres. Puede que eso no sea realmente vivir. Tal vez necesitemos una experiencia traumática para nacer, para sentirnos realmente vivos, aunque esa vida solo consista en sufrir y morir. Preguntadle a la paloma…

“El Universo nos pone en sitios donde podemos aprender, nunca son sitios fáciles, pero sí los indicados. Estemos donde estemos, es el momento y el sitio indicado. El sufrimiento que sentimos a veces, es parte del proceso de estar naciendo constantemente.”
                                                                       Embajadora Deleen – Babylon 5

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lunes, 16 de mayo de 2011

Capitulo II: Yumei no Haru

            Un carruaje tirado por dos bueyes llevó hasta el palacio imperial a Yumei, que todavía se hallaba algo turbado por la conversación con su amigo. Una vez atravesado el muro que delimitaba el recinto exterior del palacio, un sirviente comenzó a acompañarle sosteniendo sobre su cabeza una sombrilla. El camino empedrado estaba flanqueado a ambos lados por unos cuatro o cinco metros de graba blanca formada por piedras del tamaño de una nuez. Más allá de la graba se extendía una oscura hierba poblada por enormes cedros cuya sombra no alcanzaba el camino cuando el astro rey se encontraba, como entonces, a mitad de su trayecto diario. Las pálidas piedras cegaban a los visitantes reflejando la luz del sol y, ya calientes, desprendían un aire sofocante, haciendo el ambiente insoportable. La sombrilla significaba más una cortesía que un alivio en estas condiciones. Se sentía asfixiado física y mentalmente.

            Entró al recinto interior por la puerta este, como correspondía a todo aquel que no pertenecía al servicio ni a la familia imperial. El palacio bullía de actividad y los sirvientes iban de un lado para otro cargando soportes para cuadros y grandes rollos de papel y tela. Al parecer hacía no mucho se había llevado a cabo una suerte de competición de pintura entre dos de las concubinas del emperador. A la larga, la que mayor atención del emperador lograse captar con toda probabilidad acabaría convirtiéndose en emperatriz. Es por ello que las muchachas y las familias de estas solían volcar todos sus esfuerzos en este tipo de eventos sociales de aparente poca importancia. Yumei observaba todo el ajetreo con una actitud distante, tenía su mente en otras cosas y apenas una parte de esta se dedicaba a sus asuntos más inmediatos en la corte.

            El ambiente allí era más fresco, tal vez porque las construcciones bloqueaban gran parte de los rayos del sol. Le condujeron entre los edificios hasta un pequeño patio desde el que accedió a la sala de audiencias subiendo por una escalinata de madera. Allí le invitaron a sentarse en un cojín a unos cinco metros frente al emperador. Este era un hombre algo mas joven que Yumei y vestía un traje de corte consistente en una túnica amarilla sobre la que llevaba dos ukichis uno de color rojo intenso bajo otro blanco, decorado con bordados de garzas y crisantemos. Al lado de éste estaban el ministro de la derecha, el de la izquierda y tres chambelanes todos vestidos también con trajes de corte, pero de color granate. A medio camino entre ambos, del lado derecho, se encontraba sentado el general Higekuro. Era el general un hombre corpulento de rasgos muy masculinos y frondosa barba oscura en la que habían empezado a aparecer algunas canas. Yumei se arrodilló sobre el cojín, con un par de rápidos movimientos de sus brazos acomodó las telas de su ukichi y, apoyando las palmas de las manos frente a él, inclinó la cabeza hasta casi tocar el suelo. El emperador inició la conversación:

“Extraños días de primavera,
en los que el joven año nos desvela,
símbolos de una cálida madurez.”

-         Hace un calor espantoso ahí fuera, ¿no es cierto? Os preguntareis por qué hoy os he hecho llamar a mi presencia.

            Yumei guardó silencio. El general Higekuro esperó la pausa en el discurso del emperador y, entendiendo que le tocaba a él desempeñar su función, realizó una reverencia y tomó la palabra.

-         Musha Yumei, tengo el grato honor de comunicarle que, con motivo de su larga y eficaz trayectoria al servicio del emperador, ha sido ascendido a capitán de la guardia. El nombramiento se hará oficial en la fiesta de la primavera que se celebrará dentro de doce días.

-         Es un indecible honor que la santa figura del emperador haya reparado, con su infinita bondad, en los insignificantes actos de este, su humilde servidor. -respondió Yumei.

-         Como sabéis Yumei, vuestro padre fue un muy íntimo amigo mío. Es por ello que me siento muy dichoso en el día de hoy, si cabe tanto como estoy seguro que se hubiera sentido él de no habérselo llevado aquel incendio. –puntualizó Higekuro con solemnidad.

            <<“Papá…”>> pensó el capitán. Cuan rápido las llamas habían devorado la casa atrapándolo dentro. Murió ilusionado por él, sin saber nada del naufragio amoroso de su único hijo. De repente un dolor se sumó al otro. Sintió que se le formaba una bola en el pecho que le dificultaba respirar. Cómo le había engañado aquella muchacha de apariencia alegre y risueña... La había alcanzado a vislumbrar entre las cortinas del kichô durante un concierto, en el trigésimo noveno cumpleaños del general Higekuro, y desde entonces habían desarrollado mucha afición el uno por el otro, con un continuo intercambio de correspondencia, durante la cual ella había demostrado una educación y caligrafía exquisitas. Su tez clara, aquellos ojos tan profundos como brillantes y aquella mirada fugaz sabiéndose descubierta eran cosas que no podía quitarse de la cabeza. Poco podía esperar él la traición a toda la confianza que había depositado en ella, así como la destrucción de todas sus ilusiones… Hasta qué punto su dolor podía deberse al destino o la casualidad y hasta que punto era producto de un acto intencionado era algo que no le permitía vivir tranquilo…

-         ¡Capitán!-alzó la voz el general, reclamando atención.
           
            ¡Que torpe distracción! Debía responder inmediatamente. Quién sabe cuánto tiempo había pasado divagando…

-         La muerte de mi padre fue una infame desgracia, que sin duda ha ensombrecido nuestros días.
           
“El vástago añora la sombra del pino viejo.
Lágrimas que riegan su recuerdo
humedecen todavía mis mangas.”

            Parecía haber salvado bien la situación. El general miró de reojo al emperador, un poco tenso, como esperando alguna reacción al desliz.

-         El joven parece un poco disperso general, pero confío en vuestro criterio.

-         Le aseguro que ha hecho méritos más que sobrados, su santidad. Por demasía es un poeta bastante competente, y domina a la perfección la flauta y el koto chino.

-         Sea pues.-dijo recostándose en el respaldo del trono.

-         Podéis retiraros. -anunció un chambelán a Musha Yumei.

            El recién nombrado capitán hizo una nueva reverencia, se levantó y abandonó la estancia. En el camino de vuelta estaba tan absorto que apenas reparó en las incomodidades que acompañaron a su llegada. Su cabeza zumbaba como un panal, sobre el que sus pensamientos no dejaban de dar vueltas revoloteando como molestos abejorros.

-         Kiyomi… -susurró para sí.

            A veces, cuando los malos recuerdos trataban de asaltar su mente, invocaba el nombre de aquella mujer a la que amó, como buscando el favor de una diosa protectora. <<“¿¡Por qué no puedo olvidarla!? No deja de tener gracia esta manía mía. Busco la protección de una diosa que ya no existe.”>> se decía. Le gustaba pensar que nunca existió y si alguna vez lo hizo estaba muerta. <<”Si me decepcionó, es porque pensaba que era alguien que realmente no era, luego nunca existió, o, si lo hizo y luego cambió, entonces ha dejado de existir…”>> Así es como entendía él las separaciones, especialmente cuando se trataba de gente que le había fallado. Consciente del autoengaño, huía de la idea de considerarlo un gesto infantil y prefería enfocarlo como algo propio de un poeta o un filósofo. De este modo se sentía mucho más cómodo.

            Al llegar al palacio de la segunda avenida se cruzó con Arakajime, que le vio notablemente más alicaído que de costumbre.

-         ¿Ha pasado algo? –le pregunto-

-         Me han ascendido a capitán de la guardia. -respondió él forzando una sonrisa.

-         Está bien, no te presionaré. –dijo seriamente- El hogar debe ser lugar de refugio y los amigos también. Sé que no me debes ninguna explicación, pero si algún día necesitas hablar con alguien… sabes donde vivo. –remató jocoso.

-         Gracias, supongo… - dijo rehuyendo la mirada.

            Yumei se retiró a sus aposentos y allí estuvo encerrado hasta la mañana siguiente. Al levantar el día se asomó al jardín para respirar el aire fresco y dejarse abrazar por la calidez de los tempranos rayos de sol. El descanso siempre le despejaba las ideas y le hacía ver la vida con mucho más optimismo. Se estiró y se introdujo de nuevo en la casa buscando algo que desayunar.

martes, 3 de mayo de 2011

Tratado sobre la humanidad

“La humanidad es como es. No se trata de cambiarla, sino de conocerla.”
                                                                                   Gustavo Flaubert
.
                Solemos ser muy críticos cuando hablamos de la humanidad. Puede que se trate tan solo de una convención social, un tema prefijado con una conclusión predefinida para empezar una conversación desde un punto de encuentro, una posición cómoda para las partes. Algo así como hablar del tiempo cuando te encuentras con el vecino. Yo, personalmente, suelo ser bastante duro cuando trato este asunto. Sin embargo, si noto que alguien lo es o simplemente alguien asiente a mis argumentos, tal vez porque considero que es debido a la mencionada convención y lo dejo pasar, no puedo evitar que algo se me revuelva dentro y piense; no somos tan malos ni tan estúpidos.

                Toda nuestra ciencia se basa en el empirismo, en la experimentación, en la realidad comprobable. Cuando uno escucha que hemos alcanzado como especie la cúspide del reino animal, que somos la más sublime de las creaciones de la naturaleza, no es raro ni absurdo pensar que pecamos de soberbia, que en realidad somos torpes y que nuestra manera de actuar a la larga provocará nuestra destrucción. No soy profeta para negar esto ultimo, pero el hecho comprobable es que el ser humano ha conquistado con éxito y obtenido la supremacía en todo el globo, con toda su gran diversidad de ambientes. El mundo es el laboratorio más grande de todos, de modo que podemos decir sin miedo a equivocarnos que experimentalmente queda comprobado que el ser humano es la especie que ocupa el lugar de preferencia en el escalafón de la vida sean cuales sean las circunstancias.

                A nadie se le escapa que estamos llenos de defectos. De modo que, ¿Cómo es posible que hayamos llegado donde estamos? Hablemos de evolución. Al contrario de lo que se suele pensar, no sobrevive la especia más adaptada al entorno. El entorno es cambiante. Una especie que solo coma ostras, con un pico adaptado para abrir las conchas y nada más, está condenada a desaparecer frente a una escasez de las mismas producida por un cambio en la temperatura o salinidad del agua por ejemplo. La especie que sobrevive es la más adaptable al cambio. La que cuando no hay ostras aprende a comer piedras o a hacer la fotosíntesis si hace falta. ¿Dónde entra la humanidad en todo esto? Simplemente somos los más adaptables. Podría remitirme a la mentada demostración experimental y acabar con ello este documento, pero haciéndolo el mismo carecería de todo valor didáctico y de la longitud necesaria para que deseéis que termine. De modo que expondré a continuación los motivos por los que creo que el ser humano es tan versátil.

"No sobrevive la especie más fuerte. Sino la más adaptable al cambio"
                                                                                  Charles Darwin

                Lo primero que a nadie se le pasa por alto es nuestra inteligencia. La inteligencia es la capacidad intelectual que nos permite adaptarnos a las circunstancias cambiantes del entorno. No soy capaz de pensar una definición mejor de inteligencia y tampoco una de “definición a medida”. Si un ser humano, un individuo, tiene que dejar de comer ostras, probablemente no pasará mucho tiempo antes de que empiece a comer nueces o a cazar conejos. Esto es, la inteligencia permite al ser humano adaptarse a medio plazo a los cambios del entorno. Somos muy adaptables, no solo somos capaces de cambiar nuestra fuente de recursos para lograr nuestras metas sino que la forma en la que accedemos a los mismos también puede cambiar. Fabricamos herramientas para acceder más fácilmente a los recursos, simulando saltos evolutivos que a otras especies llevan miles de años. No necesitamos especializar nuestro cuerpo. Cuando necesito abrir una nuez cojo un martillo y si no lo tengo lo fabrico. Si las circunstancias no nos son propicias las alteramos. Construimos embalses para tener agua durante periodos de sequía y aramos y fertilizamos la tierra para que produzca suficientes alimentos. Sin duda ambas cosas no son solamente propias del ser humano. Cualquier animal que construya una madriguera está variando el entorno y las circunstancias, algunos como el castor generan grandes trastornos al medio que les rodea. Muchos animales como cuervos, nutrias y diversos simios seleccionan e incluso modifican diversos objetos para luego darles uso como rudimentarias herramientas. Pero no es solo esto, hay más.

                Todo análisis sería simplista si se rescindiera al ser humano como individuo. El ser humano está marcado por la dualidad. Es individuo y sociedad. Como he expuesto anteriormente como individuos tenemos la capacidad de adaptarnos, pero también somos animales sociales. Eso no solo quiere decir que necesitemos estar en compañía, quiere decir que funcionamos como un conjunto, como un organismo vivo. En nuestra sociedad existen multitud de individuos y colectivos, que poseen una especialización y suplen con inmediatez las carencias del resto simulando la adaptabilidad de todos los individuos de la sociedad. Los bomberos o los soldados, por realizar labores de auxilio y protección, donde esto resulta especialmente evidente, constituyen uno de los ejemplos más claros, aunque en realidad cualquier oficio es válido para exponer esto.

                Por cuanto somos también una sociedad, que como decimos se comporta frente a la naturaleza como si fuera un único organismo vivo, debemos suponer que esta evoluciona con el tiempo en respuesta a cambios en el entorno de la misma manera que lo haría un individuo. La sociedad humana ha evolucionado del mismo modo que lo han hecho la sociedad de las hormigas, abejas, etc. El tiempo ha creado multitud de tipos de colonias y de configuración de las mismas en lo que respecta a las diferentes clases de sujetos y la proporción de los mismos que las pueblan. La naturaleza produce una cantidad aproximada de los perfiles psicológicos y físicos que presuntamente deberían adecuar a la sociedad a su entorno. No es difícil imaginar partiendo de este punto que las diferentes sociedades como conjunto producen distintos tipos de individuos, tales como pro-sociales, psicópatas u homosexuales que cumplen una función en la trama de la sociedad, seamos capaces de percibirla o no. Por supuesto, los cambios en este aspecto son lentos y se adecuan poco a la revolución industrial y cultural de nuestros días, convirtiendo a muchos de estos individuos en material sobrante o incluso peligroso para el conjunto. Además, debido a la gran movilidad de individuos en nuestra época y al mestizaje, estos aspectos se están diluyendo y cada vez son menos significativos. Pero si algún día os preguntáis por qué la naturaleza produce psicópatas, o si la homosexualidad es algo natural, acordaos de estas líneas y pensad con humildad que tampoco podemos pretender saber la finalidad última de todo.

“La naturaleza es perfecta, correcto o incorrecto son valoraciones humanas.”
                                                             Frank Herbert

                Muchas de las cosas que despreciamos del ser humano son, en realidad, comportamientos de índole animal que chocan con nuestra moral. Aquí encontramos otro dualismo. El ser humano es persona y animal. Es animal y como tal responde de una manera instintiva, moldeada a lo largo de miles de años de evolución, a distintos estímulos. También es persona y como tal tiene la capacidad intelectual necesaria para identificar y sobreponerse a esos impulsos instintivos. La moral es todo instinto o condicionamiento destinado a la articulación de una sociedad. Por cuanto nuestra sociedad avanza y cambia cada vez más rápido la parte instintiva queda en muchos casos retrasada con respecto a la del condicionamiento social y cae por tanto en el lado de la inmoralidad ganando peso el condicionamiento. Es fácil confundirse en este punto y caer en el maniqueísmo, identificando la parte animal con el mal, lo carnal y lo material y la de persona con el bien, lo espiritual y lo intangible.

“What is our flesh for,
if not to feel our mortal shell!
What is our soul for,
if not to know we never die!”
                                 Diary of dreams

                No se puede, ni se debe intentar, arrinconar o negar uno de estos aspectos. Seria renunciar a una parte de nosotros mismos. Quien esto intentase estaría condenado a no ser nunca un individuo completo, sería un ser mutilado. Uno debe tener por meta explotar el propio potencial al máximo. Cada uno debería ser capaz de distinguir cúando le conviene dejarse llevar por su aspecto animal y cúando debe tomar las riendas la intelectualidad. En la correcta elección está gran parte del éxito.

“Muchas cosas que hacemos de una forma natural se vuelven difíciles únicamente cuando intentamos convertirlas en temas intelectuales. Es posible saber tanto acerca de un tema que te vuelvas completamente ignorante.”
                                                                                Frank Herbert

                Espero con este tratado haberos aclarado algunos aspectos sobre vosotros mismos  y vuestra naturaleza, también espero que leyéndolo hayáis comprendido que no debéis descuidar el correcto desarrollo de los aspectos de la misma que conforman vuestra persona a fin de convertiros en individuos completos.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Reflexiones II

            Con frecuencia al contemplar y reflexionar sobre el comportamiento humano, me siento repugnado por lo que sois. Entonces me recuerdo a mi mismo que soy un misántropo, alguien que odia todo aquello que es propio a la humanidad. Tal vez así me considero ajeno a vosotros. Un observador distante y distinto. Sin embargo, no puedo olvidar una frase que leí alguna vez:

“La gente suele revolverse repugnada cuando contempla en los demás sus propios defectos.”
                                                                                  No lo recuerdo

            Esto me lleva a preguntarme; ¿Realmente soy tan distante y distinto o soy en realidad más humano que todos vosotros?

Próxima entrada “Tratado sobre la humanidad”

jueves, 10 de febrero de 2011

Capítulo I: Yumei no Haru

            Era el tercer mes y no hacía mucho que los tres amigos se habían mudado al palacio de la segunda avenida. El palacio era algo pequeño y, como muchas casas orientales, demasiado fresco. Frente a la puerta de entrada había un pequeño prado que hacía las veces de jardín. Por él discurría un delgado riachuelo flanqueado por piedras cuidadosamente colocadas. Entre los pinos y ciruelos rojos, que ya estaban sembrados en el lugar cuando ocuparon el palacio, Arakajime había plantado un aloe y algunas flores extranjeras recién traídas de China. En poco tiempo llenaron sus habitaciones con muebles y otros objetos de artesanía que les dieron un aspecto verdaderamente acogedor. En cuanto el palacio estuvo acondicionado, comenzó a ser frecuentado por todo tipo de cortesanos y aristócratas, pues se decía que las celebraciones que allí se daban lugar eran el súmmum de la elegancia y la sofisticación, y la música que salía de los instrumentos que allí se tocaban estremecía el alma y no tenía nada que envidiar a la que sonaba en la corte imperial.

            Nunca dejaban escapar la oportunidad de agasajar a sus invitados, aunque en ocasiones sus múltiples obligaciones en la administración les impedían pasar en su casa todo el tiempo que quisieran y muchas veces se encontraban cansados. Con el tiempo algunas de las estancias del palacio fueron ocupadas por hermosas damitas que convirtieron aquella mansión en un lugar mucho más alegre y acogedor, si es que aquello era posible. Zembu Arakajime, hombre correcto donde los haya, era verdaderamente feliz allí. Tenía una existencia plena y, con frecuencia, se preguntaba cuánto habría de durarle tanta alegría. No sucedía así con Tsuki no Mamoru que, teniendo sin duda tantos motivos para ser feliz como su amigo, solía pasar largos días preocupado por el tercero, de actitud correcta y alegre, pero también reflexiva y melancólica. Mamoru, que era respetado y querido en la corte pero que también era conocido por su comportamiento poco reflexivo y en ocasiones falto de sensibilidad, había tratado en no pocas ocasiones de acercarse a él para preocuparse de sus inquietudes, pero siempre sin resultado. Musha Yumei contemplaba las torpes injerencias de su amigo con desagrado y resignación. Conocía de sobra el afecto que éste le profesaba y sabía que, sin duda,  su comportamiento de los últimos años le había dado mucho por lo que preocuparse. Sin embargo, la experiencia le había vuelto mucho más desconfiado, y a veces no podía evitar preguntarse cuál era el verdadero motivo de aquellas intromisiones y si realmente correspondían tan sólo a un sentimiento de amistad o había otras motivaciones ocultas.

– Si sabe que el tiempo todo lo cura, ¿por qué no me permite reposar en calma? Pareciera que disfruta exhibiendo su firmeza ahora que todo mi mundo se ha derrumbado – se decía.

            Cierto día, Yumei se hallaba leyendo sentado sobre un cojín en el corredor que daba a su estancia. Los sirvientes habían retirado las mamparas dejando a la vista el florido jardín desde el cual la brisa arrastraba hasta el interior la fragancia de las primeras flores de los cerezos y de las glicinias que cubrían el muro que delimitaba la propiedad. Los tenues rayos de luz matinal cubrían todo su cuerpo colmándolo con una deliciosa calidez. Él leía absorto y, de vez en cuando, alguna parte de su lectura lo turbaba y murmuraba “Dorobou neko…” o “Déjame en paz…”. En ese momento Mamoru, que pasaba por allí un tanto aburrido, se detuvo junto a él.

– ¿Puedo acompañarte con un té y de paso ofrecerte uno a ti? No quisiera interrumpir tu lectura – le dijo.
– Claro – respondió él.

            Tsuki no Mamoru mandó a las sirvientas traer todo lo necesario y preparó él mismo el té. Una de las cosas que ambos amigos compartían era un gusto casi snob por todo lo que resultase refinado y atrayente a los sentidos. No cedían de buen grado la responsabilidad de elaborar depende de qué cosas a otros. Ello les había llevado a desarrollar un talento exquisito en determinadas artes que, aunque en la corte se tenían  por algo afeminadas y carentes de sentido, en realidad les habían granjeado fama de gente culta e instruida. Comenzaron a conversar distendidamente.

– ¿Qué lees? – preguntó Mamoru.
– Un libro de mujerzuelas, la autora es una dama de la corte, del clan Fujiwara, creo. Una tal Shikibu. – respondió Yumei.
– Y ¿qué tal? – le interrogó con interés.

            Musha Yumei le contestó con un poema que decía algo así:
                                  
“Un libro lleno 
de amor y miseria.
Triste recuerdo           
de algo que acabó.”

            Sin duda no era ninguna obra maestra, y él lo sabía, pero incluso los mejores autores se encuentran en un aprieto cuando les toca improvisar, sobre todo si tienen que adaptar una métrica de 5/7/5/7 japonesa a un lenguaje de palabras tan extensas como el castellano. En ese momento una bandada de gansos salvajes alzó el vuelo desde un estanque cercano y Mamoru le contestó con otro poema:

“Ningún ave migratoria
llega a su destino
si pretende pasar todo el viaje
contemplando lo que dejó atrás.”

            El poema no parecía respetar ninguna métrica pero poseía una gracia y un gusto indudables. Yumei deseaba decirle que quería mirar al futuro y olvidarse de los sinsabores que había dejado atrás pero que, en ocasiones, su exagerada preocupación y sus inoportunos interrogatorios  le impedían olvidar el pasado. No se creía capaz de decirle estas cosas a su amigo sin que diera lugar a una situación incómoda para ambos. Si resultaba muy sutil, cabía la posibilidad de que no lo entendiese y, si lo hacia, puede que su cabezonería o su irreflexividad le moviesen a seguir comportándose como hasta entonces. Con estas cosas en mente, prefería dejar las cosas como estaban y aguantar el chaparrón como había hecho siempre. El sol comenzaba a alzarse en el cielo y los rayos de luz que se deslizaban por el suelo hacia el exterior ya solo alcanzaban sus pies desnudos sobre el cojín. La frescura de la casa les causó una sensación de desasosiego. Un escalofrío recorrió sus cuerpos debido al súbito cambio de temperatura que la calidez del agua del té apenas podía combatir. Yumei se había apresurado a desviar con elegancia la conversación hacia temas más banales y cuando terminó el té se excusó alegando compromisos en la corte y se retiró. Tsuki no Mamoru no dio demasiada importancia a aquel nuevo desplante de su amigo y decidió dedicar el resto del día a sus labores y ocupaciones que, en realidad, no eran pocas.

            Musha Yumei no había tenido mucha suerte en los últimos tiempos. Después de una larga temporada de cosechar éxitos y una concatenación de rápidos ascensos en la corte, tuvo que pagar la factura que la vida había dado a extenderle como cobro por tantos años de felicidad. Primero el desamor, que le hizo perder la fe en la gente hasta el punto de concebir rivales y conspiradores en todas partes, y luego un incendio, que quemó su casa hasta los cimientos, parecían haber destruido todos los logros que obtuviese en su día dejándole absolutamente desolado. Él procuraba disimular su tristeza frente a sus más allegados. Su temperamento, siempre volcado en los demás, le impedía preocuparles con sus pequeñeces. Sin embargo, su naufragio en el amor le había hecho sentirse vacío. Creía que ya había entregado todo lo que un día llenara su espíritu e incapaz de dar nada a los demás se veía como un trasto inútil, como una marioneta rota.

“Si la triste marioneta
ya no obedece al marionetista,
¿diremos que está rota?
¿O tal vez que ha empezado a vivir?”

            <<”Rebeldía o muerte… ¿Realmente puedo elegir? ¿O tan solo describir los hechos?”>>. Cosas como estas, entre amargas y esperanzadoras, solía repetirse Yumei poco antes de mudarse a la mansión de Ni-jo y cambiar el olor de las cenizas mojadas por la fragancia de las flores primaverales que allí crecían. Últimamente se encontraba de mucho mejor ánimo y una sonrisa sincera y permanente volvía a aparecer con frecuencia en su rostro. El cambio de aires sin duda le había sentado muy bien. Incluso se había atrevido a intercambiar algunas cartas con varias damas que por una u otra razón habían conseguido llamar su atención.

jueves, 27 de enero de 2011

Tratado sobre el Karma, motivos para el bien y el mal.

karma.
(Del sánscr. karma, hecho, acción).
1. m. En algunas religiones de la India, energía derivada de los actos que condiciona cada una de las sucesivas reencarnaciones, hasta que se alcanza la perfección.
Real Academia Española

                 El bien y el mal no son fuerzas cósmicas, son tan solo valores humanos que nos permiten calificar dos tipos de maneras de obrar y actitudes también humanas. Sin temor a equivocarnos, podemos definir el bien como todo aquello que está orientado al beneficio en los demás y el mal como todo aquello que se centra en uno mismo. Por lo general, los rasgos que los caracterizan son; uno es constructivo y el otro es destructivo, uno consiste en la colaboración y el otro en la competencia, uno es unión y el otro división, uno es generosidad y otro es egoísmo, y uno es largoplacista y el otro cortoplacista. A partir de este punto usaremos bien y mal para nombrar estas actitudes o comportamientos.

El karma sería una energía metafísica (invisible e inmensurable) que se deriva de los actos de las personas. Según esta doctrina, las personas tienen la libertad para elegir entre hacer el bien y el mal, pero tienen que asumir las consecuencias derivadas. Generalmente el karma se interpreta como una «ley» cósmica de retribución, o de causa y efecto. El karma explica los dramas humanos como la reacción a las acciones buenas o malas realizadas en el pasado más o menos inmediato.
                                                                                                                     Wikipedia

                No me gustan las argumentaciones empiristas. Detesto escuchar cosas como: “Si Dios existe, ¿por qué hay guerras?”. Sin embargo, siendo el karma un concepto religioso, carente de toda lógica y sólo defendible mediante el empirismo, me veo obligado a combatirlo en ese mismo campo. Con posterioridad explicaré brevemente, no hay necesidad de muchas líneas, por qué considero que la concepción kármica del mundo es moralmente invalida. Confío en que sabréis perdonar el tono casi absurdo e infantil de algunas de las líneas que encontrareis a continuación.

                Según la ley del karma si obramos mal nos ocurre el mal si obramos bien nos ocurre el bien. Esta es la visión del karma que es más popular en la actualidad. Inevitablemente me pregunto ¿qué mal ha hecho un niño que sufre complicaciones medicas o muere al poco de nacer. Sería absurdo entrar a valorar si han pagado por sus malos actos todas las personas malvadas que mueren. ¿Dónde está la justicia kármica en estos casos? No es difícil concluir que, sencillamente, no la hay. Algunas concepciones del karma indican que el mal o buen karma pasa de una vida a otra. Sin embargo, esta visión implica que el karma no afecta nuestra vida actual en base a nuestras decisiones presentes, sino que pagamos por lo que hicimos en otra vida y en las sucesivas pagaremos por lo que hacemos en la presente. Por lo que todo consiste en la coacción, en un premio/castigo después de la muerte. Algo que en occidente no es para nada novedoso, conocemos bien y que a mi me gusta llamar asusta-viejas. No es una verdadera fuente del bien, porque si obramos con bondad para evitar un castigo posterior, no somos buenos, somos unos cobardes. Si lo hacemos para recibir una recompensa somos egoístas e interesados. En realidad el karma no es más que otra expresión religiosa de la necesidad humana de una justicia retributiva como respuesta a una realidad natural.

“El karma es muy cabrón.”
                                                                                                                       Anónimo

                Los motivos para el bien y el mal tienen un marcado carácter antropológico, puesto que son conceptos que parten desde y, en la mayoría de los casos, hacia el hombre. Cuando un ser humano necesita un recurso generalmente entra en conflicto con los demás individuos. Ante él se abren dos opciones; actuar como sociedad o actuar como individuo. Si elige esto último y decide competir con otros por el recurso, le convendrá eliminar o socavar la posición de sus competidores, con ello disminuye la presión de la demanda y obtiene una mejor posición de cara a lograr su fin. Además su actitud pretende monopolizar el recurso y por tanto privar del mismo a los demás independientemente del daño que esto les pueda causar. Tanto la actuación, como la respuesta a la misma son destructivas. Ha cumplido su objetivo pero a costa de los demás o sin contar con estos y posiblemente tendrá que hacer frente a represalias, que van desde la venganza hasta el rechazo del grupo. Es una solución cortoplacista, si no en el tiempo si al menos en el pensamiento. La gente buena sin embargo actúa en sociedad y para el bien de esta. La explicación sencilla es que trabajando en grupo se explotan y reparten de manera más eficiente los recursos de modo que se cubran el menos mínimamente las necesidades de la mayoría, sin tener que arriesgarse a la agresión. Pero hay mucho más, los motivos que nos llevan a hacer el bien no son muy distintos a los que nos llevan a arar los campos. Modificamos el entorno en nuestro beneficio, entendiendo por entorno el conjunto de la comunidad. Al hacer el bien en nuestro círculo cercano esperamos que este se vuelva más benigno para nuestro desarrollo. Es una actitud a largo plazo. La ley  kármica como vemos es tan solo una expresión de esta realidad. Toda sociedad promociona el bien como forma de actuar, porque es en última instancia en lo que se sustenta. Ninguna civilización que pretenda perdurar puede basarse exclusivamente en el egoísmo y la competencia, aquella que lo pretenda será tarde o temprano aniquilada por uno de sus individuos.


                Ya hemos visto que la ley del karma tiene un sentido antropológico, que no por natural debemos dejar de calificar como interesado y cobarde y que además no dista de lo que se sugiere en otras fuentes de moral. Así pues, ¿cómo debemos obrar? y ¿con qué motivaciones? No es fácil de decir. Puede que en realidad no se trate más que de una elección personal que debemos fundamentar en la clase de vida que queremos llevar y en la clase de mundo en el que queremos vivir. Algunas personas necesitan la emoción de obrar mal, el miedo a la represalia, ese fugaz sentimiento de superioridad para alimentar sus egos. Otros disfrutan con la compañía de los demás y dan valor a su existencia sintiéndose parte de un grupo. Pero como hemos dicho, todo aquello que tiende a uno mismo es malo, aunque el resultado aparente sea el bien. Si queremos obrar el bien con pureza deberemos abstraernos de las motivaciones, cada uno debe decidir cual quiere que sea su peso y su influencia en el mundo. La recompensa y el castigo no deben ser tenidas en cuenta a la hora de afrontar las situaciones. Cierto es que esto va contra la naturaleza animal del hombre pero, ¿no es la moral una herramienta para la contención de nuestros impulsos naturales? La recompensa del bien es y debe ser el bien realizado, haber tenido la oportunidad de ayudar a otros, sin contrapartidas. La recompensa del mal es el mal realizado, y todas las sensaciones y premios que le aporta al individuo.