miércoles, 15 de junio de 2011

Reflexiones III

“La propia naturaleza ha grabado en la mente de todos la idea de Dios”
                                                                                         Cicerón

                Desde muy pequeño me inculcaron la idea de Dios. No tengo el recuerdo de haberlo necesitado nunca antes de que esto ocurriera. Para mí, en aquel entonces, Dios era lo que me decían que era. Pero la gente me decía cosas contradictorias sobre él. Aquello, por absurdo, llamó poderosamente mi atención y comencé a plantearme preguntas. En una primera fase, presa de mi infantilismo, el rencor que sentía hacia todos aquellos hipócritas que se reunían cada domingo en la iglesia y una adolescencia intelectual temprana, cargue contra Dios, con argumentos que todos hemos oído alguna vez y que tenían como conclusión que Dios no existía y, si lo hacia, era un hijo de la gran puta. No pasó mucho tiempo antes de que la idea de Dios acabase resultandome casi indiferente, vivía como si no existiese; “Olvídate de mi y yo me olvidaré de ti” solía decirme. Más tarde, tuve un nuevo acercamiento al Dios cristiano desde otros textos, casi todos de ficción, pero que ofrecían una nueva y más justa visión de Dios, sin embargo seguía encontrando en ellos muchas de las contradicciones que percibía en mi juventud. Finalmente descubrí que lo que me seducía de estos textos eran los retazos del ambiguo concepto del Dios panteísta que se percibía en ellos y que tiempo atrás había comenzado a brotar en mi mente como el único concepto lógico de Dios.

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