jueves, 10 de febrero de 2011

Capítulo I: Yumei no Haru

            Era el tercer mes y no hacía mucho que los tres amigos se habían mudado al palacio de la segunda avenida. El palacio era algo pequeño y, como muchas casas orientales, demasiado fresco. Frente a la puerta de entrada había un pequeño prado que hacía las veces de jardín. Por él discurría un delgado riachuelo flanqueado por piedras cuidadosamente colocadas. Entre los pinos y ciruelos rojos, que ya estaban sembrados en el lugar cuando ocuparon el palacio, Arakajime había plantado un aloe y algunas flores extranjeras recién traídas de China. En poco tiempo llenaron sus habitaciones con muebles y otros objetos de artesanía que les dieron un aspecto verdaderamente acogedor. En cuanto el palacio estuvo acondicionado, comenzó a ser frecuentado por todo tipo de cortesanos y aristócratas, pues se decía que las celebraciones que allí se daban lugar eran el súmmum de la elegancia y la sofisticación, y la música que salía de los instrumentos que allí se tocaban estremecía el alma y no tenía nada que envidiar a la que sonaba en la corte imperial.

            Nunca dejaban escapar la oportunidad de agasajar a sus invitados, aunque en ocasiones sus múltiples obligaciones en la administración les impedían pasar en su casa todo el tiempo que quisieran y muchas veces se encontraban cansados. Con el tiempo algunas de las estancias del palacio fueron ocupadas por hermosas damitas que convirtieron aquella mansión en un lugar mucho más alegre y acogedor, si es que aquello era posible. Zembu Arakajime, hombre correcto donde los haya, era verdaderamente feliz allí. Tenía una existencia plena y, con frecuencia, se preguntaba cuánto habría de durarle tanta alegría. No sucedía así con Tsuki no Mamoru que, teniendo sin duda tantos motivos para ser feliz como su amigo, solía pasar largos días preocupado por el tercero, de actitud correcta y alegre, pero también reflexiva y melancólica. Mamoru, que era respetado y querido en la corte pero que también era conocido por su comportamiento poco reflexivo y en ocasiones falto de sensibilidad, había tratado en no pocas ocasiones de acercarse a él para preocuparse de sus inquietudes, pero siempre sin resultado. Musha Yumei contemplaba las torpes injerencias de su amigo con desagrado y resignación. Conocía de sobra el afecto que éste le profesaba y sabía que, sin duda,  su comportamiento de los últimos años le había dado mucho por lo que preocuparse. Sin embargo, la experiencia le había vuelto mucho más desconfiado, y a veces no podía evitar preguntarse cuál era el verdadero motivo de aquellas intromisiones y si realmente correspondían tan sólo a un sentimiento de amistad o había otras motivaciones ocultas.

– Si sabe que el tiempo todo lo cura, ¿por qué no me permite reposar en calma? Pareciera que disfruta exhibiendo su firmeza ahora que todo mi mundo se ha derrumbado – se decía.

            Cierto día, Yumei se hallaba leyendo sentado sobre un cojín en el corredor que daba a su estancia. Los sirvientes habían retirado las mamparas dejando a la vista el florido jardín desde el cual la brisa arrastraba hasta el interior la fragancia de las primeras flores de los cerezos y de las glicinias que cubrían el muro que delimitaba la propiedad. Los tenues rayos de luz matinal cubrían todo su cuerpo colmándolo con una deliciosa calidez. Él leía absorto y, de vez en cuando, alguna parte de su lectura lo turbaba y murmuraba “Dorobou neko…” o “Déjame en paz…”. En ese momento Mamoru, que pasaba por allí un tanto aburrido, se detuvo junto a él.

– ¿Puedo acompañarte con un té y de paso ofrecerte uno a ti? No quisiera interrumpir tu lectura – le dijo.
– Claro – respondió él.

            Tsuki no Mamoru mandó a las sirvientas traer todo lo necesario y preparó él mismo el té. Una de las cosas que ambos amigos compartían era un gusto casi snob por todo lo que resultase refinado y atrayente a los sentidos. No cedían de buen grado la responsabilidad de elaborar depende de qué cosas a otros. Ello les había llevado a desarrollar un talento exquisito en determinadas artes que, aunque en la corte se tenían  por algo afeminadas y carentes de sentido, en realidad les habían granjeado fama de gente culta e instruida. Comenzaron a conversar distendidamente.

– ¿Qué lees? – preguntó Mamoru.
– Un libro de mujerzuelas, la autora es una dama de la corte, del clan Fujiwara, creo. Una tal Shikibu. – respondió Yumei.
– Y ¿qué tal? – le interrogó con interés.

            Musha Yumei le contestó con un poema que decía algo así:
                                  
“Un libro lleno 
de amor y miseria.
Triste recuerdo           
de algo que acabó.”

            Sin duda no era ninguna obra maestra, y él lo sabía, pero incluso los mejores autores se encuentran en un aprieto cuando les toca improvisar, sobre todo si tienen que adaptar una métrica de 5/7/5/7 japonesa a un lenguaje de palabras tan extensas como el castellano. En ese momento una bandada de gansos salvajes alzó el vuelo desde un estanque cercano y Mamoru le contestó con otro poema:

“Ningún ave migratoria
llega a su destino
si pretende pasar todo el viaje
contemplando lo que dejó atrás.”

            El poema no parecía respetar ninguna métrica pero poseía una gracia y un gusto indudables. Yumei deseaba decirle que quería mirar al futuro y olvidarse de los sinsabores que había dejado atrás pero que, en ocasiones, su exagerada preocupación y sus inoportunos interrogatorios  le impedían olvidar el pasado. No se creía capaz de decirle estas cosas a su amigo sin que diera lugar a una situación incómoda para ambos. Si resultaba muy sutil, cabía la posibilidad de que no lo entendiese y, si lo hacia, puede que su cabezonería o su irreflexividad le moviesen a seguir comportándose como hasta entonces. Con estas cosas en mente, prefería dejar las cosas como estaban y aguantar el chaparrón como había hecho siempre. El sol comenzaba a alzarse en el cielo y los rayos de luz que se deslizaban por el suelo hacia el exterior ya solo alcanzaban sus pies desnudos sobre el cojín. La frescura de la casa les causó una sensación de desasosiego. Un escalofrío recorrió sus cuerpos debido al súbito cambio de temperatura que la calidez del agua del té apenas podía combatir. Yumei se había apresurado a desviar con elegancia la conversación hacia temas más banales y cuando terminó el té se excusó alegando compromisos en la corte y se retiró. Tsuki no Mamoru no dio demasiada importancia a aquel nuevo desplante de su amigo y decidió dedicar el resto del día a sus labores y ocupaciones que, en realidad, no eran pocas.

            Musha Yumei no había tenido mucha suerte en los últimos tiempos. Después de una larga temporada de cosechar éxitos y una concatenación de rápidos ascensos en la corte, tuvo que pagar la factura que la vida había dado a extenderle como cobro por tantos años de felicidad. Primero el desamor, que le hizo perder la fe en la gente hasta el punto de concebir rivales y conspiradores en todas partes, y luego un incendio, que quemó su casa hasta los cimientos, parecían haber destruido todos los logros que obtuviese en su día dejándole absolutamente desolado. Él procuraba disimular su tristeza frente a sus más allegados. Su temperamento, siempre volcado en los demás, le impedía preocuparles con sus pequeñeces. Sin embargo, su naufragio en el amor le había hecho sentirse vacío. Creía que ya había entregado todo lo que un día llenara su espíritu e incapaz de dar nada a los demás se veía como un trasto inútil, como una marioneta rota.

“Si la triste marioneta
ya no obedece al marionetista,
¿diremos que está rota?
¿O tal vez que ha empezado a vivir?”

            <<”Rebeldía o muerte… ¿Realmente puedo elegir? ¿O tan solo describir los hechos?”>>. Cosas como estas, entre amargas y esperanzadoras, solía repetirse Yumei poco antes de mudarse a la mansión de Ni-jo y cambiar el olor de las cenizas mojadas por la fragancia de las flores primaverales que allí crecían. Últimamente se encontraba de mucho mejor ánimo y una sonrisa sincera y permanente volvía a aparecer con frecuencia en su rostro. El cambio de aires sin duda le había sentado muy bien. Incluso se había atrevido a intercambiar algunas cartas con varias damas que por una u otra razón habían conseguido llamar su atención.

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