lunes, 16 de mayo de 2011

Capitulo II: Yumei no Haru

            Un carruaje tirado por dos bueyes llevó hasta el palacio imperial a Yumei, que todavía se hallaba algo turbado por la conversación con su amigo. Una vez atravesado el muro que delimitaba el recinto exterior del palacio, un sirviente comenzó a acompañarle sosteniendo sobre su cabeza una sombrilla. El camino empedrado estaba flanqueado a ambos lados por unos cuatro o cinco metros de graba blanca formada por piedras del tamaño de una nuez. Más allá de la graba se extendía una oscura hierba poblada por enormes cedros cuya sombra no alcanzaba el camino cuando el astro rey se encontraba, como entonces, a mitad de su trayecto diario. Las pálidas piedras cegaban a los visitantes reflejando la luz del sol y, ya calientes, desprendían un aire sofocante, haciendo el ambiente insoportable. La sombrilla significaba más una cortesía que un alivio en estas condiciones. Se sentía asfixiado física y mentalmente.

            Entró al recinto interior por la puerta este, como correspondía a todo aquel que no pertenecía al servicio ni a la familia imperial. El palacio bullía de actividad y los sirvientes iban de un lado para otro cargando soportes para cuadros y grandes rollos de papel y tela. Al parecer hacía no mucho se había llevado a cabo una suerte de competición de pintura entre dos de las concubinas del emperador. A la larga, la que mayor atención del emperador lograse captar con toda probabilidad acabaría convirtiéndose en emperatriz. Es por ello que las muchachas y las familias de estas solían volcar todos sus esfuerzos en este tipo de eventos sociales de aparente poca importancia. Yumei observaba todo el ajetreo con una actitud distante, tenía su mente en otras cosas y apenas una parte de esta se dedicaba a sus asuntos más inmediatos en la corte.

            El ambiente allí era más fresco, tal vez porque las construcciones bloqueaban gran parte de los rayos del sol. Le condujeron entre los edificios hasta un pequeño patio desde el que accedió a la sala de audiencias subiendo por una escalinata de madera. Allí le invitaron a sentarse en un cojín a unos cinco metros frente al emperador. Este era un hombre algo mas joven que Yumei y vestía un traje de corte consistente en una túnica amarilla sobre la que llevaba dos ukichis uno de color rojo intenso bajo otro blanco, decorado con bordados de garzas y crisantemos. Al lado de éste estaban el ministro de la derecha, el de la izquierda y tres chambelanes todos vestidos también con trajes de corte, pero de color granate. A medio camino entre ambos, del lado derecho, se encontraba sentado el general Higekuro. Era el general un hombre corpulento de rasgos muy masculinos y frondosa barba oscura en la que habían empezado a aparecer algunas canas. Yumei se arrodilló sobre el cojín, con un par de rápidos movimientos de sus brazos acomodó las telas de su ukichi y, apoyando las palmas de las manos frente a él, inclinó la cabeza hasta casi tocar el suelo. El emperador inició la conversación:

“Extraños días de primavera,
en los que el joven año nos desvela,
símbolos de una cálida madurez.”

-         Hace un calor espantoso ahí fuera, ¿no es cierto? Os preguntareis por qué hoy os he hecho llamar a mi presencia.

            Yumei guardó silencio. El general Higekuro esperó la pausa en el discurso del emperador y, entendiendo que le tocaba a él desempeñar su función, realizó una reverencia y tomó la palabra.

-         Musha Yumei, tengo el grato honor de comunicarle que, con motivo de su larga y eficaz trayectoria al servicio del emperador, ha sido ascendido a capitán de la guardia. El nombramiento se hará oficial en la fiesta de la primavera que se celebrará dentro de doce días.

-         Es un indecible honor que la santa figura del emperador haya reparado, con su infinita bondad, en los insignificantes actos de este, su humilde servidor. -respondió Yumei.

-         Como sabéis Yumei, vuestro padre fue un muy íntimo amigo mío. Es por ello que me siento muy dichoso en el día de hoy, si cabe tanto como estoy seguro que se hubiera sentido él de no habérselo llevado aquel incendio. –puntualizó Higekuro con solemnidad.

            <<“Papá…”>> pensó el capitán. Cuan rápido las llamas habían devorado la casa atrapándolo dentro. Murió ilusionado por él, sin saber nada del naufragio amoroso de su único hijo. De repente un dolor se sumó al otro. Sintió que se le formaba una bola en el pecho que le dificultaba respirar. Cómo le había engañado aquella muchacha de apariencia alegre y risueña... La había alcanzado a vislumbrar entre las cortinas del kichô durante un concierto, en el trigésimo noveno cumpleaños del general Higekuro, y desde entonces habían desarrollado mucha afición el uno por el otro, con un continuo intercambio de correspondencia, durante la cual ella había demostrado una educación y caligrafía exquisitas. Su tez clara, aquellos ojos tan profundos como brillantes y aquella mirada fugaz sabiéndose descubierta eran cosas que no podía quitarse de la cabeza. Poco podía esperar él la traición a toda la confianza que había depositado en ella, así como la destrucción de todas sus ilusiones… Hasta qué punto su dolor podía deberse al destino o la casualidad y hasta que punto era producto de un acto intencionado era algo que no le permitía vivir tranquilo…

-         ¡Capitán!-alzó la voz el general, reclamando atención.
           
            ¡Que torpe distracción! Debía responder inmediatamente. Quién sabe cuánto tiempo había pasado divagando…

-         La muerte de mi padre fue una infame desgracia, que sin duda ha ensombrecido nuestros días.
           
“El vástago añora la sombra del pino viejo.
Lágrimas que riegan su recuerdo
humedecen todavía mis mangas.”

            Parecía haber salvado bien la situación. El general miró de reojo al emperador, un poco tenso, como esperando alguna reacción al desliz.

-         El joven parece un poco disperso general, pero confío en vuestro criterio.

-         Le aseguro que ha hecho méritos más que sobrados, su santidad. Por demasía es un poeta bastante competente, y domina a la perfección la flauta y el koto chino.

-         Sea pues.-dijo recostándose en el respaldo del trono.

-         Podéis retiraros. -anunció un chambelán a Musha Yumei.

            El recién nombrado capitán hizo una nueva reverencia, se levantó y abandonó la estancia. En el camino de vuelta estaba tan absorto que apenas reparó en las incomodidades que acompañaron a su llegada. Su cabeza zumbaba como un panal, sobre el que sus pensamientos no dejaban de dar vueltas revoloteando como molestos abejorros.

-         Kiyomi… -susurró para sí.

            A veces, cuando los malos recuerdos trataban de asaltar su mente, invocaba el nombre de aquella mujer a la que amó, como buscando el favor de una diosa protectora. <<“¿¡Por qué no puedo olvidarla!? No deja de tener gracia esta manía mía. Busco la protección de una diosa que ya no existe.”>> se decía. Le gustaba pensar que nunca existió y si alguna vez lo hizo estaba muerta. <<”Si me decepcionó, es porque pensaba que era alguien que realmente no era, luego nunca existió, o, si lo hizo y luego cambió, entonces ha dejado de existir…”>> Así es como entendía él las separaciones, especialmente cuando se trataba de gente que le había fallado. Consciente del autoengaño, huía de la idea de considerarlo un gesto infantil y prefería enfocarlo como algo propio de un poeta o un filósofo. De este modo se sentía mucho más cómodo.

            Al llegar al palacio de la segunda avenida se cruzó con Arakajime, que le vio notablemente más alicaído que de costumbre.

-         ¿Ha pasado algo? –le pregunto-

-         Me han ascendido a capitán de la guardia. -respondió él forzando una sonrisa.

-         Está bien, no te presionaré. –dijo seriamente- El hogar debe ser lugar de refugio y los amigos también. Sé que no me debes ninguna explicación, pero si algún día necesitas hablar con alguien… sabes donde vivo. –remató jocoso.

-         Gracias, supongo… - dijo rehuyendo la mirada.

            Yumei se retiró a sus aposentos y allí estuvo encerrado hasta la mañana siguiente. Al levantar el día se asomó al jardín para respirar el aire fresco y dejarse abrazar por la calidez de los tempranos rayos de sol. El descanso siempre le despejaba las ideas y le hacía ver la vida con mucho más optimismo. Se estiró y se introdujo de nuevo en la casa buscando algo que desayunar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario